Hasta la liguilla | Columna de Arturo Mena "Nefrox"

2022-10-22 20:35:37 By : Mr. raven hu

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No me queda la menor duda, la liguilla es la mejor época del año para ser amante del futbol mexicano. Partidos a todo o nada, un nivel extraordinario y una intensidad desde el minuto 1 hasta el 90, lo avalan.

Lo triste, es que tengamos que esperar tanto para tan excelente momento: los partidos de liguilla parecen de otra liga, de otro nivel, la potencia de los clubes se ve en su total esplendor en la fase final. Desgraciadamente no es así cada 8 días.

Tenemos que matizar que la liga ha mejorado mucho en ciertos aspectos: el número de minutos efectivos de juego se ha aumentado exponencialmente en relación a los torneos anteriores, los goles han sido más y algunos equipos incluso han podido alcanzar o hasta superar marcas históricas. Sin embargo, aún falta mucho para ver el nivel de las liguillas en la temporada regular.

Creo que el hecho de que el torneo sea tan amable con todos los equipos, al tener la oportunidad de colarte a la liguilla aún siendo el 12 de la liga en la temporada regular, provoca que muchos equipos dosifiquen su esfuerzo en lugar de multiplicarlo (como en la fase final) y no demuestran (equipos, jugadores y entrenadores) el “real” nivel al que pueden jugar, esto sumado a la baja participación de los jugadores con sus clubes, debido a que solo compiten por un solo torneo cada seis meses (exceptuando a los que califican a CONCACAF) da como resultado una competencia mediocre al interior de las plantillas.

La propuesta no es nueva: reactivar la copa (otra vez) hacer alguna competencia internacional de peso, que de verdad busque competir y no solo llenarse los bolsillos, bajar el número de equipos que pueden clasificar, premiar deportiva y económicamente a los primeros lugares (algo parecido al Shield que se entrega en la MLS), en fin, cambios que se sabe, han dado ciertos resultados.

Hay mucho que cambiar para aspirar a ver estos juegos en la temporada regular, que el buen futbol se libere a todo el año y no solo en la liguilla, el potencial está, el nivel es real, lástima que tenga que llegar hasta la liguilla.

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Recomendaciones del cine de Jean-Luc Godard (1930-2022) | Columna de Mario Candia

Sin Aliento (À bout de soufflé. 1960) Filme que destrozó por completo los códigos narrativos dominantes en el cine hasta aquel momento. Fue, junto con ‘Hiroshima, mon amour’ y ‘Los cuatrocientos golpes’, la obra que marcó el inicio de la Nouvelle Vague, el movimiento cinematográfico creado por un grupo de cineastas franceses que, a finales de los años 50, reaccionaron contra las estructuras del cine. Este movimiento cambió la estética, el contenido, y la forma de producir cine. Sus películas, de bajo presupuesto y filmado en exteriores con cámaras ligeras para rodar en mano, utilizaban el montaje discontinuo, la toma larga y la incorporación de plano como homenajes a otros autores. Sin Aliento, vista con los ojos actuales, conserva su frescura, la capacidad de sorprender y la condición de Masterpiece.  El film incorpora numerosas citas cinéfilas de estrellas (Bogart) y realizadores (Resnais, Melville, Altman…). También aporta citas y referencias literarias (Faulkner), musicales (Mozart, Bach…), plásticas (Picasso, Renoir…). Imprescindible.

Pierrot el Loco (Pierrot le fou. 1965) Prodigiosa fábula, relato, metáfora o lo que sea, que escapa de etiquetas y fluye con total libertad hacia una cima privilegiada. Godard derrite la rutina, reinventa la cotidianeidad, fantasea con la vida. Desajusta a su antojo los géneros y juega con las convenciones cinematográficas, racionales y lógicas. Un ejercicio envolvente y de inmenso vigor, donde huir por el espacio es discurrir por la mente. Un hombre y una mujer transitan por ese mundo, que no es otro que una Francia provinciana, bucólica y playera. Van conociéndose y divagando, de un modo tan sutil y perspicaz como sugestivo. Es una ficción mágica, no fantástica, sino de ingredientes rutinarios y corrientes. No hay un relato, sólo hay escenas, es la exaltación del sin sentido.

El desprecio (Le Mépris. 1963) Sexto largometraje de Jean-Luc Godard, es una de sus películas más conocidas y acreditadas. La acción dramática tiene lugar en Roma y Capri durante varias semanas del verano de 1963. Paul Javal (Michel Piccoli) y su joven esposa, Camilla (Brigitte Bardot), forman una pareja enamorada de recién casados. El film suma drama, comedia, romance y cine en el cine. Construye un relato en el que se superponen tres líneas narrativas que se desarrollan en paralelo, entrelazando secuencias, diálogos, observaciones y propuestas. No sólo no se interfieren, sino que a aprovechan las interrelaciones que se dan entre ellas. En esta cinta descansa una profunda reflexión sobre las relaciones entre arte y cine, cine y comercialidad, cine y realidad, etc.

Banda Aparte (Bande à part. 1964) Banda Aparte es sin duda un mito de la nueva ola francesa y como tal hay que verlo, tienes que tener la mirada abierta a que esto no es Hollywood, aquí no mandan los viejos productores y sus estudios de mercado, aquí manda el director y si él decide que a mitad de película los tres protagonistas se tienen que poner a bailar en medio de una cafetería pues se hace, algunos pensaran, que tontería de película, pero esos mismos son los que seguro disfrutaron del bonito baile que se marcaron Travolta y Thurman en Pulp Fiction y es que es lo que tienen los mitos, que son constantemente revividos por sus incondicionales, un genio como Bertolucci copia fotograma a fotograma la bonita escena de la visita más rápida al Louvre en su cinéfila película Los Soñadores. Sus tres nihilistas protagonistas, dos ladronzuelos de medio pelo y su compañera de clases de inglés por la que suspiran, parecen no tener nada que hacer en la vida, creen que encontraran, en la violencia de un atraco, un sentido a su existencia de modo que planean robar en la casa de los tutores de la chica en un desesperado intento de cambiar sus vidas. Una genuina Obra Maestra.

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«Una vez, un rey hizo una fiesta e invitó a ella a las mujeres más hermosas del reino.

»Un soldado que hacía guardia aquella noche vio pasar a la hija del rey, que era la más hermosa de todas, y quedó prendado al instante de su belleza. Mala cosa, pues ¿qué podía esperar un pobre soldado a cambio de su amor? ¡Si se hubiera enamorado de otra! Pero no, tuvo que enamorarse precisamente de la más inaccesible. Aún así, esa misma noche logró acercársele y le dijo entre suspiros y lágrimas que no podía vivir sin ella. La princesa, que quedó impresionada de su gallardía, le respondió: “Si sabes esperar cien días y cien noches de pie bajo mi balcón, el último día me casaré contigo”.

Alentado por tales palabras, el soldado se puso a esperar. Un día, y dos, y diez, y veinte. Y cada noche la princesa se asomaba al balcón para comprobar que su amador perseveraba, mientras éste estaba siempre ahí, derecho, en su puesto. Lluvia, viento, nieve: nada lo movía. Los pájaros lo ensuciaban, las abejas lo picaban, pero él continuaba sin moverse. Al cabo de noventa noches se había puesto seco, pálido. Y le brotaban lágrimas de los ojos. Y no podía detenerlas. Ya no tenía fuerzas ni para dormir. Y, mientras tanto, la princesa lo espiaba.

»Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue.

»-¿Por qué se fue? ¿Tenía que irse justo el último día?

»-Sí, justo el último día. Y no me preguntes la razón, Totò, porque no la sé».

El lector habrá adivinado ya, con toda seguridad, de dónde he tomado yo esta historia para referirla aquí; lo sabrá, sí, porque me parece imposible que no haya visto por lo menos una vez en su vida Nuovo Cinema Paradiso, la película de Giuseppe Tornatore, el famoso director italiano, y si la vio una vez no creo que haya podido olvidarla; pero, por si las dudas, me permito recordarle que esta historia fue contada por el viejo Alfredo a Salvatore (Totò) el día en que éste le confesó hallarse perdidamente enamorado de la hija de un rico banquero de su ciudad.

¿Qué había querido decirle el viejo a su joven amigo al contarle semejante historia? ¿Que la muchacha por la que suspiraba no le convenía?, ¿que esa relación asimétrica, desigual, lo haría sufrir?, ¿que las mujeres son siempre caprichosas?, ¿que lo son casi por naturaleza? No lo sabemos; y, sin embargo, hay que reconocer que se trataba, en efecto, de una extraña historia de amor. ¿Por qué el soldado había decidido renunciar al amor de la princesa precisamente el último día?

Aunque Alfredo guarda silencio en torno a esta difícil cuestión, creo adivinarlo: el amor es otra cosa que un juego de obstáculos; éste se da sin pedir nada a cambio y sobre todo sin tender trampas. Si la princesa amaba al soldado, lo amaría desde el primer día, y si no lo amaba, no lo amaría ni aún después del centésimo. ¿No se apenaba la princesa desde su balcón viendo sufrir a aquel soldado, no se enterneció ni por un instante al verlo triste, macilento y temblando en la intemperie? El hombre había perdido el color, el habla, la alegría; ahora bien, ¿nada de esto significaba nada? ¿Es que, más bien, quería verlo muerto de amor por ella? Pero, al parecer, no: nada de esto le importaba: ella únicamente quería saber hasta donde podía dar de sí una paciencia humana. Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue. ¿Justo en la última noche? Sí.

Cuando uno escucha el desenlace de la historia casi se siente impulsado a gritar: «¡Qué lástima! ¿Por qué no se esperó el soldado un poco más? ¿Por qué no aguantó hasta el final? ¡Ay, estaba ya tan cerca de conseguir el trofeo!», pero quien así grita no ha logrado entender de qué va la cosa precisamente.  En realidad, el soldado hizo bien en tomar su silla y marcharse a llorar de pena a otro lugar. Ya encontraría después a alguien que entendiera el amor de otra manera y uniera su silla a la de él para no dejar perder cien días valiosos e irrepetibles. Es una lástima que el soldado haya hecho lo que hizo, pero de cualquier manera estuvo bien así. ¡Allá que se quede la princesa con sus balcones, sus condiciones y sus pruebas!

He aquí otra historia, parecida a la anterior: un día, en tiempos del rey Francisco I de Francia, una mujer que era pretendida por cierto capitán de la guardia escocesa arrojó uno de sus guantes a una jaula llena de fieras, pues quería demostrar a sus amistades en cuán alto grado era amada por el militar. Una vez que hubo echado el guante, dijo a su pretendiente en presencia de todos: «Si de veras me ama, tráigame acá esa prenda». El capitán se enrolló su capa en el antebrazo, entró en la jaula armado con un puñal y entabló con los leones una lucha feroz –sí, al parecer eran leones-. Por último, salió de la jaula con el guante en la mano, se lo arrojó en la cara a la dama y se retiró de su presencia para no volver a verla nunca más. Y de este modo la dama perdió a su enamorado para siempre. ¡Menos mal!

¿Qué hay que pensar de aquellos que andan siempre pidiendo pruebas a los que los aman: pruebas como éstas o de otro tipo (me refiero, claro está, a ésas que ya se imaginará el lector por poco malicioso que sea)? Digámoslo brevemente: que sencillamente lo han echado todo a perder…

El afecto es una de esas cosas que no pueden demostrarse; hasta ahora, por lo que sé, no existe ninguna prueba de la existencia del amor que lo haga a uno sentirse un poco más seguro. Es por eso que preguntaba el filósofo francés André Comte-Sponville: «¿Qué felicidad hay que no esté amenazada? ¿Qué amor que no esté temblando?». Pues bien, sí, es necesario aceptar de antemano esta naturaleza temblorosa del amor o no amar en absoluto; es necesario confiar en la persona que se ama o irnos con nuestra música a otra parte. No hay nada que probar: o uno confía o simplemente no ama. ¡Las cosas son así! ¿Y qué podríamos hacer para cambiarlas?

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El 4 de octubre de 1957 la entonces URSS, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas inauguraba oficialmente y de forma sorpresiva la era espacial al poner en órbita el primer satélite artificial de la historia: El Sputnik I. Su lanzamiento puso en marcha ante todo desarrollos científicos y tecnológicos, como por ejemplo la comunicación satelital.

La tecnología moderna que norma nuestra vida cotidiana tiene como lugar común, entre muchas otras, la comunicación inalámbrica entre cualquier punto de nuestro planeta. Esto es posible a la presencia de satélites de propósitos generales que circundan la Tierra. Hace exactamente sesenta y cinco años, que por primera vez se lograba colocar en torno a nuestro planeta un satélite artificial, que logró enviar comunicación a través un simple “bip, bip” que se ha convertido en un icono de la conquista espacial, y que representa en la actualidad el preámbulo de la comunicación y transmisión de información a cualquier punto del planeta. Actividad estratégica, de la cual dependen el grueso de los países y que propicia que países subdesarrollados compren dicha tecnología a las grandes potencias; nuestro país no es ajeno a dicha situación, su fuerte dependencia tecnológica propicia que se compren satélites de comunicación así como la compra de su colocación, mediante las llamadas lanzaderas, en órbitas geoestacionarias, aunque después se pregone, lo mal llamado satélites mexicanos.

El 4 de octubre de 1957 la entonces URSS Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas inauguraba oficialmente y de forma sorpresiva la era espacial al poner en órbita el primer satélite artificial de la historia: El Sputnik I, que en ruso quiere decir “adicto compañero”, una esfera de aluminio pulido que pesaba 83 kilogramos, con un diámetro de 55 centímetros, la cual emitía un suave y monótono zumbido. Llevaba cuatro antenas y giraba alrededor de la Tierra cada 96.2 minutos, en una órbita con un apogeo de 900 kilómetros y un perigeo de 230 kilómetros, y el plano de su ruta estaba inclinado 65 grados con relación al ecuador terrestre.

Occidente estaba conmocionado cuando hace 65 años las señales del Sputnik 1 desde el espacio fueron captadas con simples radios. Este primer satélite artificial, lanzado desde el entonces complejo espacial soviético en Baikonur (Kazajstán), no sólo marcó el 4 de octubre de 1957 como el inicio de la era de la astronáutica. También fue el punto de partida para una carrera por la supremacía en el espacio, en la que la Unión Soviética aventajó durante largo tiempo a Estados Unidos. Washington temía además que Moscú pudiera atacar a Estados Unidos con sus misiles de largo alcance, dotados con ojivas nucleares.

No había transcurrido el mes desde el lanzamiento del Sputnik 1 cuando la Unión Soviética lanzaba el Sputnik 2, mucho más pesado que el anterior y, que ante todo, tenía una particularidad especial: En su interior viajaba el primer ser vivo al espacio, la perra Laika. Colocar a Laika en órbita se convertía en un claro aviso a los Estados Unidos de que los soviéticos ya se preparaban para enviar seres humanos al espacio.

Sesenta y cinco años después del lanzamiento del Sputnik 1, cientos de satélites orbitan la Tierra a alturas de entre los 80 y los 36 mil kilómetros. Envían datos meteorológicos para los pronósticos del tiempo, registran cambios sobre la Tierra: desde la erupción de un volcán hasta huracanes, así como la destrucción de bosques y selvas. Y ellos miden el derretimiento de hielo en las regiones polares, como consecuencia del cambio climático.

En cambio, los datos científicos que se obtuvieron del primer vuelo de un satélite dirigido por Serguei Korolyov fueron más bien escasos. El Sputnik 1, provisto con tres antenas, transmitió a estaciones terrestres datos sobre la densidad de la atmósfera y temperaturas. Con una velocidad cósmica de 8 mil metros por segundo, este satélite viajó a una altura de 939 kilómetros sobre la superficie de la Tierra hasta que se agotaron sus baterías químicas y la brillante bola de aluminio se desintegró el 4 de enero de 1958 en la atmósfera terrestre.

Ese mismo año San Luis Potosí iniciaba sus primeros experimentos en el campo espacial con el programa potosino que fue posteriormente conocido como CABO TUNA y que de cierta forma fue de la mano con el inicio de la carrera espacial. La falta de apoyo para el programa ha colocado a la zaga los esfuerzos mexicanos en esta conquista que marca nuestra modernidad.

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